Apenas unos minutos después de que el gobierno alemán anunciase que había encontrado a Puigdemont ya estaba haciendo crónicas en directo desde Bruselas con mi radio intentando responder dónde, cuándo, cómo… y sobre todo por qué es peor para él hacer frente a una euroorden en Alemania que en Bélgica. En el fuego de la acción un periodista se ve obligado a ejercer de historiador del instante. Y sobre todo de testigo. Inmediatamente tomé un avión y me planté frente de la prisión de Neumünster, detrás de cuyos muros esperaba Puigdemont al juez de primera instancia.
Con la misma inmediatez y flexibilidad, la potente maquinaria independentista ha reorientado su artillería mediática hacia el mismo público. Si el lunes por la mañana apenas se manifestaba un alemán en solitario frente a la prisión con una pancarta donde reclamaba una hipotética independencia del Länder de Schleswig-Holstein… por la tarde ya había suficientes activistas y parlamentarios catalanes pro independencia, recién llegados de Barcelona, como para ocupar todas las imágenes de la noticia con el colorido de sus esteladas. Al poco se les sumaron algunos activistas de la izquierda alemana y llegaban los primeros editoriales y opinadores poniendo en cuestión que Berlín deba entregar al ex Presidente catalán por tratarse de un problema político. Todo rodeado de una nube de tuits de soberanistas y afines hablando de derechos humanos, opresión, libertad…
La prisión es un viejo edificio restaurado, encajado en un barrio residencial de una ciudad tranquila. A pie o en coche, sus habitantes pasaban de camino e inevitablemente lanzaban una mirada. Por supuesto, han oído hablar de Puigdemont, pero Cataluña está un poco más lejos de Alemania que de Bélgica. No en kilómetros reales, sino mentales. Cambian “detalles” como que allí el primer partido del país, que sostiene el gobierno, no tiene un artículo en sus estatutos donde se marca como objetivo la independencia.
Básicamente Ángela Merkel apoya a España, pero la opinión pública alemana es todavía una página en blanco esperando que alguien escriba. Y en esa carrera, el gobierno español nunca ha sido ni el más rápido ni el más inteligente. Su actitud natural es confiar sin más en que se aprecie por si sólo algo que a sus ojos es de una evidencia demoledora: “Amenazaban con declarar la independencia con un referéndum ilegal en el que sólo votaban y contaban los votos ellos”. “¿Pero que querían que hiciéramos?” se dicen extrañados en Madrid. “O se aceptan los hechos consumados, o el Estado está obligado a defender la unidad territorial, y sobre todo, el estado de derecho ante una declaración de independencia unilateral y sin mayoría social”.
En la última encuesta demoscópica, el pasado mes de febrero, los partidarios de la independencia sumaban el 40,8%. Y los partidos independentistas nunca han sumado más del 50% de los votos en las elecciones. Algún lector extranjero se preguntará: «pero… ¿no había ganado Puigdemont?» Pues no. Las ganó el partido más favorable que existe a la unidad de España surgido hace unos años en Cataluña como reacción al nacionalismo, Ciudadanos. Pero los independentistas son los únicos que suman para formar gobierno porque con la ley electoral cuesta menos sacar un diputado si vives en las zonas rurales del interior -más nacionalistas- que en Barcelona.
Frente a la febrilidad independentista, el gobierno español parece de marmol. Con la boca pequeña, fuera de los micrófonos, se reconoce que durante el referéndum del 1 de octubre la actuación policial fue un error. Pero tampoco fue un “Bloody Sunday”, subrayan.
Y no se entienden las dificultades que encuentran sus euroordenes o sus peticiones de extradición. Para su sorpresa la juez que interrogó a Puigdemont llegó a escribir en el auto que había indicios de que la extradición podría ser denegada.
Alemania es en cualquier caso mucho más favorable a las tesis del gobierno español que Bélgica. El artículo 155 que ha permitido retomar el control de la autonomía catalana está copiado directamente de la Constitución de este país. Su Tribunal Constitucional dictaminó en enero del año pasado que el ‘land’ de Baviera no tiene derecho a celebrar un referéndum de independencia. Y su código penal considera la cadena perpetua para el delito de “alta traición”, muy parecido al de “rebelión” que intenta esquivar el ex mandatario catalán.
El Derecho no es una operación matemática, sino que se ve influido por las ideologías y las emociones, y es inevitable que así sea porque lo aplican seres humanos. Técnicamente, sin embargo, Alemania permitiría que Puigdemont sea juzgado por rebelión si entiende que hubo violencia.
Y la hubo según el juez del Tribunal Supremo español, Pablo Llarena. Cita, entre otros, éste ejemplo. A finales de septiembre una comisión judicial entró en la Consejería de economía de la Generalitat -con una orden del juez- para buscar pruebas de la celebración del referéndum ilegal. En pocos minutos los líderes de dos organizaciones independentistas, hoy en prisión preventiva, llamaron en las redes sociales a “proteger” a sus gobernantes e instituciones mediante movilizaciones masivas. Sobre las 10.00 de la mañana comenzó a congregarse una gran multitud hasta sumar 60.000 personas. Ante la escasa presencia de la policía catalana, pudieron subirse y destrozar los coches policiales -apoderarse del armamento que había en los vehículos que había en su interior- e impedir la salida de la comitiva judicial del edificio hasta las cuatro de la mañana.
¿Cómo se sentiría si 60.000 personas gritaran contra usted a dos o tres metros del lugar donde ejerce su trabajo?
Una secretaria judicial dijo haber sentido «terror» y «absoluto abandono» . Tras pasar 14 horas encerrada acabó escapando de la Consejería pasada la medianoche trepando y escalando tejados y azoteas hasta alcanzar un teatro contiguo por el que salió mezclada entre el público para evitar ser identificada.
Un público que disfrutaba de la función e ignoraba lo que ocurría justo al lado. Si ellos eran capaces de pensar en otras cosas y evadirse, como van a meterse en la piel de ésta señora personas que viven a cientos o miles de kilómetros en el extranjero.